Marie France Perrín de Peró ha presentado en Santa Cruz un libro de imágenes sobre el Salar de Uyuni, con el aporte fotográfico del talentoso artista paceño Gastón Ugalde, que es realmente impactante y que debería enorgullecer a los bolivianos por su enorme belleza. Es una de las maravillas que tenemos en el país pero que muy pocos conocen, como es el caso mío.
Sabía que el Salar era bellísimo, que guardaba grandes recursos minerales que algún día beneficiarán a los bolivianos, que era un desierto de sal que limitaba con volcanes; que había, hacia el sur, unas lagunas de colores; pero lo que ignoraba es que el salar tenía vida: que existía gente emprendedora quemada por el resplandor del sol y la sal y por el frío nocturno; que el territorio aparentemente vacío estaba habitado por mamíferos como llamas, guanacos, zorros, chinchillas y armadillos, nuestros tatuces del trópico; que moran hermosos flamencos rosados llamados “parihuanas” y que uno cree que sólo los puede ver en el Caribe, el Mediterráneo o en África; que en la estepa helada había flora prehistórica; que existía la hermosa Isla del Pescado poblada de cactus; que se encontraban algunos pequeños ojos de volcanes a ras del suelo, agujeros extraños, casi extraterrestres, que emiten vapores y donde hierve el barro salado o el agua.
Como el Salar es una región de ferrocarriles -por el poblado de Uyuni pasó la primera locomotora que pitó en Bolivia en épocas del presidente Arce- se me ocurrió el inmenso placer que sentiría viajando en tren hasta allí a comienzos del siglo pasado. Claro que novelé un poco. Me figuré como pasajero del Transiberiano, partiendo desde Moscú sentado en su elegante coche-comedor “art decó”, pasando por el incomparable lago Baikal rumbo a China. Imaginé febrilmente que algún día así se transitará por los lagos, volcanes y salares de la planicie de Bolivia. Estoy seguro que durante el auge de la plata y comienzos del estaño, los mineros ricos iban muy cómodos en esos trenes que bajaban al Pacífico y volvían a subir resoplando incansablemente.
El cementerio de trenes que muestra Marie France en Espejo del Cielo, estremece, hace pensar en lo que fue aquella zona hace un siglo. Esos fierros carcomidos por la ventisca salina son el testimonio de un pasado duro, difícil, pero glorioso, son los esqueletos a la intemperie de un tiempo de prosperidad que se agotó. Por supuesto, todo volverá a renacer en lo que será el curso de la presente centuria, cuando, además del turismo, en el Salar se alcen enormes ingenios de explotación del litio. Entonces, a lo mejor, el Transiberiano, convertido en un Transaltiplánico, ya no será mera fantasía.